La lucha justa por la igualdad (de derechos, obligaciones y oportunidades) puede ser confundida por la persecución (infructuosa) de la identidad; no hemos de olvidar que no existen dos personas idénticas. Todos los esfuerzos realizados en esa dirección terminarán resultando baldíos. O peor todavía: serán contraproducentes si lo que consiguen es la merma de la individualidad, la garantía de que, siendo todas las personas singulares, no existen dos que sean idénticas.
Con el ánimo de enriquecer la pluralidad de perspectivas con las que se afronta la realidad de la mujer en el día que nos otorga un protagonismo que ejercemos de forma cotidiana, desde la Asociación Empresa Mujer (ASEM), queremos dar visibilidad a la mujer empresaria y a la condición diferencial que, muy a menudo, nos caracteriza.
Son rasgos cualitativos, señalados por una distinta manera de hacer; difíciles de precisar porque no pueden reducirse a datos, números o cifras; exceden el refrendo de una estadística. Pero que resulte complicado establecer con precisión las diferencias no implica que sean irreales, o que lo sean de forma subjetiva, como parte de una percepción sesgada que las mujeres tenemos de nuestra condición. Son reales, observables, comprobables, tangibles. Constituyen una explicación esencial de la brecha que nos separa. No son causa ni consecuencia, pero no pueden eludirse si se pretende contribuir a una sociedad más equilibrada, más integrada, más inclusiva, más justa.
A las mujeres nos cuesta más ser emprendedoras. No es que no lo hagamos —lo hacemos de continuo—; pero nos cuesta reconocer que lo que hacemos siguiendo iniciativas propias, con nuestro esfuerzo personal, sin ayudas ajenas, constituye el inicio de una actividad empresarial.
Todo acto de emprendimiento surge así: parte de una idea que, a base de esfuerzo y constancia, suerte y paciencia, entrega y sacrificio, puede llegar a convertirse en algo próspero. Así es la esencia de la empresa privada. Nada hay diferente entre el hombre y la mujer a la hora de emprender. Pero a las mujeres nos cuesta más reconocer nuestro mérito, nuestro empeño, nuestro trabajo. Quizá se deba a que nos han acostumbrado a restar valor a aquello que hacemos. Y puede que lo hayamos asumido. Pero cuando las costumbres no son provechosas ha llegado la hora de cambiar las costumbres.
Las empresas iniciadas por mujeres son más pequeñas, muy a menudo del sector servicios y, de forma habitual, reservan la mayoría de sus obligaciones para ellas mismas, en un intento de resultar competitivas en el mercado por tener precios (más) bajos. En muchas ocasiones la mujer no se percibe como emprendedora, no valora su trabajo, se cree incapaz de emplear a personal ajeno, renuncia a sus derechos laborales y sociales. Pero mantiene todas y cada una de sus obligaciones, implicando en muchos casos los recursos familiares (cuando existen).
Esta diferencia real, conocida, cotidiana, con la que las mujeres afrontamos nuestras iniciativas empresariales supone un lastre de partida del que resulta muy difícil desembarazarse. Supone un debilitamiento de nuestras posibilidades de supervivencia en un entorno crecientemente competitivo, sobrecargado por una burocracia ineficaz, debilitadas por una dialéctica falaz que desvía la atención de los temas que nos ayudarían a construir empresas fuertes, solventes, con capacidad de consolidación y crecimiento.
Quiero recordar que las empresas lideradas por mujeres establecen vínculos más firmes con el lugar en el que ejercen su actividad, con su personal (en caso de tenerlo) y con su red de clientes y proveedores.
Y nada existe tan poderoso como la creación de vínculos duraderos. Contribuyen de manera decidida a que la sociedad que vivimos sea más personal, más equilibrada, más integrada, más inclusiva, más justa.
Es una lección que hemos aprendido de forma colectiva. Fechas como el 8 de marzo han servido en el avance hacia la igualdad. Expresan el reconocimiento hacia las pioneras en esa tarea; las que nos han precedido y han contribuido en un camino continuo. Pero debemos seguir, tenemos un compromiso ineludible con todas aquellas mujeres que, hoy, se siguen involucrando en iniciativas personales. Esas mujeres que, siéndolo con todo merecimiento, se resisten a ser reconocidas como emprendedoras.