La relación sentimental que los humanos hemos mantenido con la robótica a lo largo de nuestra historia ha sido, casi siempre, tormentosa. Especialmente desde que los autómatas pasaran de ser simpáticas estatuas capaces de ganar partidas de ajedrez, como “El Turco”, que Wolfgang von Kempelen fabricó en 1769, a perversos conjuntos de engranajes y mecanismos dispuestos a arrebatar todo el trabajo que históricamente venían asumiendo las personas.
La preocupación era, o sigue siendo, muy real. Y si no me creen, tan sólo piensen por un momento en Modern Times, ese genial largometraje firmado un Charles Chaplin que se pone en la piel de un obrero en plena Gran Depresion. Una película que, más allá de criticar ferozmente las costumbres del capitalismo salvaje que imperaba en aquellos tiempos, realiza un brillante análisis acerca del papel de la técnica, los robots, y lo diferentes que los humanos siempre seremos de ellos. Así, aunque el obrero encarnado por Chaplin pueda llegar a parecernos casi tonto: es patoso, despistado e incapaz de seguir el ritmo de la cadena de montaje -que incluso llega a incendiar-, hacia la mitad de la película veremos como se enamora perdidamente de una chica a la que encuentra por casualidad y que, desde ese momento, pasará a convertirse en la protagonista de su vida. Por esto, la historia contada por Chaplin no es otra que la nuestra propia. La historia de una humanidad que, si es condenada a trabajar monótonamente, acaba por fallar en todo lo que se propone, excepto en enamorarse.
Lo que está claro es que, tal y como sostiene la película, las personas no estamos destinadas a trabajar de forma repetitiva, pues jamás alcanzaremos en esto la perfección que logran los robots. Por el contrario, y sin ser tan ingenuo de sostener que la robotización jamás ha arrebatado puestos de trabajo, debemos asumir que se trata de una tecnología que ha venido para quedarse, generando una continua revolución que nos obligará a replantearnos el valor del trabajo, su significado y su importancia dentro de la sociedad.
En este contexto, y en mi opinión, se evidencia que la revolución de la robótica; y por extensión de la llamada Industria 4.0, es de una naturaleza disruptiva, llamada a romper con lo establecido anteriormente y que, en ningún caso, será opcional pues, de la misma manera que uno no se plantearía hacer en coche un viaje de diez mil kilómetros teniendo la opción de coger un avión, en unos años, tampoco nadie tendrá dudas en permitir que sea un robot, en lugar de un cirujano, quien le realice una intervención quirúrgica; o un dron, en lugar de una persona, quien realice una inspección industrial en altura. Y no lo digo porque actualmente mi vida profesional se encamine hacia este segundo supuesto, sino porque los hechos – y también la historia reciente- así lo demuestran.
Por tanto, una vez que hemos entendido que la robotización de procesos no es algo opcional, sino una realidad que no podemos evadir, cabe mencionar algunos ejemplos de robotización dentro de un sector tradicional y no excesivamente conocido como es el de la inspección industrial. Pues pese a la afirmación anterior, y de acuerdo con GlobeNewire, el mercado global de los vehículos no tripulados orientados a inspección industrial crecerá a una tasa de crecimiento anual compuesto (CAGR) del 17,3%. Esto es una evolución realmente exponencial de un mercado que, recordemos, apenas no existía hace unos 10 años.
Y es que, las ventajas de los robots en este sector, caracterizado por el trabajo en espacios confinados y/o de difícil acceso donde los trabajadores, o bien se desplazan en un entorno de condiciones adversas (como es el caso de determinados puntos dentro de plantas químicas o petroquímicas), o trabajan con equipos potencialmente peligrosos como pudieran ser los que se emplean en gammagrafía industrial. En otras ocasiones, la inspección debe realizarse dentro zonas radiológicas o sumergidas bajo el agua, en cuyo caso deben emplearse buzos, con el consiguiente riesgo y coste que esto implica.
Sobra decir que, para todos los casos anteriores, la tecnología actual ya permite holgadamente desarrollar soluciones robóticas y totalmente automatizadas que solvente las adversidades de muchos de estos trabajos. Aunque resta, eso si, alcanzar una mayor madurez y consistencia de los productos que alcanzan el mercado pues, como sucede con otros sectores de reciente aparición, la capacidad tecnológica se encuentra aún en el seno de universidades, cuyo interés en hacer tangible ese conocimiento, convirtiéndolo en productos comerciales, es muchas veces limitado; o en pequeñas startups o spin off, que con escasos recursos se esfuerzan por abrir un hueco dentro de un mercado cuyos clientes potenciales resultan, las más de las veces, demasiado inaccesibles por su tamaño o resistencia al cambio.
Así las cosas, ya hablemos de este o de otro sector, debemos asumir que la robótica ha llegado para quedarse. De este modo, aunque su implantación sea paulatina, también es inexorable, y es por ello que las personas deberemos estar a la altura de las circunstancias, adaptándonos a ese cambio y siendo más humanos que nunca. Pues, tal y como sostenía Sydney J. Harris: “El verdadero peligro no es que los ordenadores logren pensar como los humanos, sino que los humanos comiencen a pensar como ordenadores”.