Sobreinformación y desinformación: cómo protegerte de ellas
Uno de los efectos de la combinación de la sobreinformación y la desinformación es el que lleva a muchas personas incluso a estigmatizar diversos avances tecnológicos y científicos.
Nuestra manera de informarnos ha cambiado radicalmente en los últimos años. Gracias a la popularización de Internet y de los dispositivos electrónicos como los smartphones, hoy podemos acceder a más información de la que nunca hemos tenido disponible.
Un dato: hasta 2003, habíamos generado un total de cinco exabytes de información a lo largo de toda la historia. Es la misma cantidad que se generaba en solo dos días de ese mismo año 2003. Todo ello, teniendo en cuenta que entonces apenas había comenzado la era digital y las redes sociales estaban todavía lejos de popularizarse.
La posibilidad de recibir todo tipo de información de manera instantánea y gratuita tiene múltiples ventajas. Por ejemplo, la democratización del acceso al conocimiento o la posibilidad de conocer inmediatamente qué ocurre en la otra punta del mundo. Sin embargo, también ha originado inconvenientes como el exceso de información y la desinformación, dos problemas que pueden causar que los ciudadanos estén peor informados que nunca.
Uno de los efectos de la combinación de la sobreinformación y la desinformación es el que lleva a muchas personas incluso a estigmatizar diversos avances tecnológicos y científicos. Es el resultado de poner de relieve presuntos peligros de estos avances y ocultar o relativizar sus aspectos positivos. Una situación que provoca rechazo ante la innovación y que acaba por tener consecuencias sobre la sociedad.
El cambio de un modelo
Para encontrar el origen de este problema, debemos remontarnos al momento en el que cambió radicalmente la manera en que se genera la información: la popularización de Internet. Antes eran los medios de comunicación de masas los principales creadores y distribuidores de información. Desde entonces, cualquier ciudadano puede generarla y compartirla en cuestión de pocos segundos, especialmente desde la irrupción de los smartphones.
Esto significa que hemos pasado de un entorno en el que nos informábamos casi exclusivamente a través de los medios de comunicación a otro en el que reina la saturación. En el primero, la información era procesada por profesionales que la filtraban, se encargaban de contrastarla y la distribuían a través de un número limitado de canales. En el segundo, nos bombardea todo tipo de información procedente de todo tipo de fuentes y propagada a través de todo tipo de canales. Como resultado se produce la sobreinformación.
En este escenario tendemos a levantar filtros que nos ayuden a recibir únicamente la información que nos interesa, ya sea mediante nuestra acción directa o la de algoritmos que tienen en cuenta nuestras preferencias para recomendarnos contenidos. Así, corremos el riesgo de encerrarnos en burbujas informativas que acaban por reflejar solo parte del mundo y únicamente desde un punto de vista afín al nuestro. Una circunstancia que, a la larga, puede empobrecer nuestro nivel de información.
Las falsedades entran en juego
Ese entorno de sobreinformación y burbujas de información se ha convertido en terreno abonado para otro de los grandes problemas de la era digital: la desinformación, que no es otra cosa que información errónea o incluso falta de información que se produce de manera intencionada, normalmente con el ánimo de manipularnos.
Un estudio realizado por el MIT asegura que las noticias verdaderas tardan seis veces más en alcanzar a 1500 personas en Twitter que las falsas. Este dato permite hacerse una idea del alcance del problema de la desinformación en nuestros días, una herramienta que se utiliza incluso con el objetivo de manipular elecciones democráticas.
Las propias características de nuestro cerebro ofrecen una serie de vulnerabilidades que pueden ser explotadas para manipularnos y hacernos actuar de una manera determinada. Una de ellas es el sesgo de confirmación, que es nuestra tendencia natural a aceptar como verdad todo aquello que concuerda con nuestras ideas, aunque sea falso y estemos cometiendo un error.
La desinformación saca partido de este y otros sesgos para convertirlos en vulnerabilidades. Somos hackeables y ese es el motivo por el que la información falsa recurre a distintos trucos para intentar manipularnos.
Por eso somos vulnerables a teorías de la conspiración que explotan nuestra tendencia a encontrar patrones, a titulares impactantes que apelan a nuestras emociones o a informaciones creadas para encajar como un guante con nuestras creencias más profundas.
Todas ellas son armas habituales de una desinformación que, además, ha encontrado en los nuevos medios de información, como las redes sociales o las aplicaciones de mensajería, la manera de propagarse exponencialmente.
Cómo protegernos de la mala información
Ante la proliferación de la desinformación es necesario pasar a la acción. La Unión Europea se ha puesto manos a la obra y prepara ya una serie de medidas para atajar esta amenaza a través de la Comisión. Los propios ciudadanos también son cada vez más conscientes de su propia responsabilidad a la hora de plantar cara a un problema que puede condicionar su futuro. Como no podía ser de otra manera, muchos de ellos han decidido utilizar su cerebro para defenderse.
El pensamiento crítico es tal vez el arma más efectiva que tenemos para contrarrestar las vulnerabilidades que nos dejan expuestos a la desinformación. Se trata de informarnos de manera más pausada y reflexiva. Para empezar, solo tenemos que plantearnos algunas preguntas tan sencillas como quién es la fuente de cierta información, a través de qué canal hemos accedido a ella o si concuerda sospechosamente con nuestras creencias y quién se puede beneficiar de ello.
A partir de ahí, se pueden emplear herramientas como contrastar informaciones sospechosas. A veces es tan fácil como realizar una búsqueda en Google para comprobar si la recogen fuentes reconocidas o si ha sido desmentida, así como los datos empleados para hacerlo. También resulta fundamental aprender a reconocer cuáles son esas fuentes fiables y adecuadas, además de leer los textos completos sin quedarnos exclusivamente en el titular. De esta manera, nos podremos hacer una idea sobre si la información que recibimos es sólida o si se fundamenta en falacias o medias verdades.
Antes de compartir una información es vital que nos paremos a pensarlo dos veces, sobre todo en el caso de aquella relacionadas con la salud. Así, si no estamos seguros de la veracidad de una noticia, evitaremos su propagación.
Por supuesto, transmitir estos recursos a los más jóvenes para que aprendan a manejar correctamente la información es la mejor manera de evitar su manipulación. Así mantendremos nuestro futuro lejos de las consecuencias de la sobreinformación y la desinformación.
Fuente: El blog de CaixaBank